miércoles, 27 de mayo de 2015

El ministerio del miedo

    

_”Camarada Ivanov, la historia hay que contarla de una manera que refleje la verdad revolucionaria”.
“La lucha más importante de la vida no se libraba para controlar los acontecimientos, sino la forma de recordarlos”

Hasta donde sé Ken kalfus (Nueva York, 1954) lleva publicados tres libros de cuentos y tres novelas, dos de ellas, la que aquí nos ocupa y la comedia negra sobre el 11 S, Un trastorno propio de este país fueron traducidas y editadas por la editorial Tusquest. Por lo demás, Kalfus es un casi perfecto desconocido en Argentina.
Thirst su debut de 1998, fue elegido por el The New York Times Book Review como uno de los libros del año. Y quien quiera tener un acercamiento mínimo a esa colección de cuentos, hará bien en buscar la antología de autores norteamericanos Generación quemada (editorial Siruela) donde su cuento Los centros comerciales invisibles, brilla entre textos de firmas más conocidas y reconocidas, llámense Jefrey Eugenides, Dave Eggers o David Foster Wallace. En el Kalfus rinde homenaje a Italo Calvino y a sus ciudades invisibles de la mano de un Marco Polo que viaja por el imperio y explora las populosas ciudades de costumbres milenaristas y consumistas de los Shopping Centers. De ahí que algún apresurado  haya definido a Kalfus  como una mezcla de “Updike, Calvino y Kafka”. Su segundo libro de cuentos, Pu- 239 and other russian fantasies, se publicó un año después y buena parte de sus historias se centran y se desarrollan en Rusia, una obsesión que persigue a Kalfus y que se engrandece y se traslada a su primera y extraordinaria novela: The Commissariat of Enlightenment. El parpadeo eterno en la versión de Ana Herrera su traductora al español. En este contexto, no resulta un dato menor consignar aquí, que Kalfus contrajo matrimonio con una mujer rusa y que vivió en Moscú entre 1994 y 1998.
El parpadeo eterno es, si se me permite la definición, una novela histórica. Y subrayo la duda y la precaución, porque, quien esto escribe no sabe a ciencia cierta a que cosa se la etiqueta de esa manera.  La historia, más allá  del dato duro, la rigurosidad de los documentos historiográficos y la  certeza de las fechas, fue, -es- desde siempre, una moldeable y muy elástica materia narrativa. De todas formas, supongo, aquí se hallan los elementos de aquello que establece los límites del género: Investigación histórica, un fondo de hechos y sucesos más o menos ciertos y un conjunto de personajes reales y ficcionales que terminan por conforman un reparto ejemplar para una trama cronológicamente ascendente y narrativamente vertiginosa.
La novela está dividida en dos secciones, Pre y Post: las mismas se corresponden a los años que delimitan uno de los acontecimientos centrales e inaugurales del siglo XX, la revolución Rusa. La narración se inicia en el año 1910 con la agonía de León Tolstoi, figura totémica de la literatura rusa y de alguna manera esa sección, la más larga del libro, funciona como núcleo de la trama y como si de una representación teatral se tratara, el acto donde se presentan los personajes centrales y se vislumbra el centro del conflicto narrativo. Ahí, en el escenario de la estación de trenes de Astapovo, pueblo rural en las afuera de Tula, se encuentran, Lenin, Josef Stalin, el embalsamador y anatomista Vladimir Petrovich Vorobev y un joven camarógrafo de expectante mirada hacia el futuro llamado Nikolai Gribshin, todos, o casi todos,  seguros de lo que allí van a buscar. Y el casi corresponde y señala al joven Gribshin, que a través de la odisea que le significa filmar los últimos momentos del célebre conde, descubre su destino y el gran poder del cine a través de la imagen y su manipulación. De alguna manera para Gribshin la muerte de Tolstoi representa también el fin de una forma de contar y el nacimiento de otra de mayor poder testimonial y más eficaz a la hora de generar sentido. Kalfus, con mano maestra y en escenas memorables, no solo narra los convulsionados años de la revolución bolchevique y sus tensiones internas, sino también, la expectativa que generaba la llegada del nuevo siglo, un nuevo umbral, la visión de un futuro sin límites en el horizonte donde los hombres de ciencias serian “los sumos sacerdotes de una nueva religión” y esa nueva religión, la  que llegaba con la electricidad y el nuevo orden impuesto, suplantaría a la otra, reemplazaría su iconografía y a su mito fundante y  sería capaz de vencer a la muerte de una buena vez y para siempre.  Pero por sobre todas las cosas, tras ese fondo de convulsión política  y nieves inclementes, la novela –tal como señalé más arriba- da cuenta de la transformación de Nicolás Gribshin: de joven camarógrafo a burócrata miembro del Comisariado de Instrucción Pública. En sus manos, aquello que devino pesadilla global, debía ser travestido en  hermoso sueño colectivo.  Exculpando al ideario socialista y protegiendo las sensibilidades ideológicas, así lo definió un reseñista del suplemento Babelia: “el autentico eslabón perdido entre la utopía socialista y la praxis soviética”.