lunes, 22 de agosto de 2011

Capitalismo, identidad y sociedad

Entrevista a Giacomo Marramao

Por Fabián Bosoer para Clarín

Este prestigioso filósofo italiano recuerda sus charlas con Juan Carlos Portantiero sobre peronismo y populismo -”un oxímoron, decía, o centauro con cuerpo de izquierda y cabeza de derecha”- y se lamenta tanto por la ausencia de su amigo, el fallecido sociólogo argentino, como por las derivas de los populismos actuales, a los que define como “una deconstrucción despolitizante del concepto de pueblo, transformado en audiencia espectadora”, en la que la política aparece como mero espectáculo. Y allí coloca, claro, a Berlusconi como ejemplo. Cree que vivimos un tiempo de “pasiones tristes” y una profunda crisis de identidad que golpea sobre todo a las sociedades occidentales europeas. Pero no es nostálgico ni pesimista; apuesta por formas cosmopolitas y transnacionales de democracia y explica por qué, de pronto, Freud puede darnos más herramientas que Marx, Adam Smith o Samuel Huntington para entender lo que está ocurriendo.
Giacomo Marramao es profesor de filosofía política de la Universidad de Roma, director de la Fondazione Lelio Basso y miembro del Colegio Internacional de Filosofía de París. Entre sus libros figuran Pasaje a Occidente. Filosofía y globalización (Katz), Kairós. Apología del tiempo oportuno (Gedisa) y la más reciente, La pasión del presente, de la misma editorial, que presentó en Buenos Aires. Participó del X Congreso Nacional de Ciencia Política realizado en Córdoba, invitado por la ONG Democracia Global.
La reciente matanza de Oslo fue uno de los hechos más disruptivos y difíciles de entender de los últimos tiempos: le pido una reflexión como filósofo.
Creo que debemos buscar sus raíces en la peor pandemia que sufrimos actualmente, que es el conflicto identitario; es decir, las reacciones identitarias a los efectos de la globalización. No me refiero solamente a los efectos económicos y sociales, sino a los efectos culturales. La compresión del espacio y del tiempo que está produciendo la globalización provoca una reacción de las identidades, que se entienden como amenazadas por este proceso, que tienen miedo de lo que viven como “contaminación” o invasión.
¿Puede explicar esto la conducta del fanático neonazi que perpetró esa masacre? La nueva derecha racista europea no es otra cosa que la manifestación más patológica de esta reacción identitaria. Si podemos utilizar un equivalente conceptual tomado de las ciencias biológicas podríamos decir que cada fenómeno de sinergia determina una reacción alérgica. Este joven racista de Noruega tuvo una reacción alérgica a la sinergia global de las culturas. Siempre los cambios históricos más relevantes son determinados por fenómenos migratorios. En el pensamiento racista hay una remoción -en el sentido psicoanalítico-, que se basa fundamentalmente en una represión de este acontecimiento.
¿”Remoción” se entiende aquí como negación de esa realidad? Para Freud, la remoción actúa como una obliteración, un ocultamiento, un vacío simbólico. Es el creer que el Otro, los otros, representan una amenaza para mi identidad, personal o colectiva: los finlandeses “verdaderos” o “los verdaderos noruegos”, o “los verdaderos alemanes”, o “los verdaderos italianos del Norte”, etc., etc. No es una reacción “irracional”, que pueda discutirse racionalmente: se trata, en realidad, de una operación psicótica. Los argumentos del joven autor de esta masacre en Noruega no eran irracionales sino palabras encerradas en una lógica autorreferencial. Una lógica perfecta, pero una lógica como la de los nazis. La autorreferencia, la pura, incontaminada relación consigo misma es un planteamiento que dice: “los otros son incompatibles conmigo”. Esa diferenciación radical entre Nosotros y los otros.
¿Estaríamos entonces frente a una patología social antes que frente a un problema político-cultural? La obsesión identitaria puede llegar a enloquecer a nuestras sociedades, que oscilan actualmente entre la neurosis y la psicosis. La situación de las metrópolis occidentales es una en la que debemos contemplar la posibilidad de gobernar un coeficiente social de neurosis que sea tolerable. No es posible una liberación total de la neurosis porque ésta es el fenómeno concomitante, que está siempre junto a un cambio histórico y cultural. Es inevitable que mi espacio de vida -vecindario, lugar de trabajo, ciudad, país- sea un espacio desestabilizado por los otros, y que esto produzca un efecto de neurosis generalizada. Esto no es necesariamente algo malo. Es malo sólo cuando no hay un gobierno, en el sentido social y político, conciente de esta realidad de transformaciones.
¿Podemos relacionar, en este mismo registro, lo ocurrido en Oslo con esta especie de Bin Laden noruego con el atentado del 11-S de hace 10 años contra las Torres Gemelas? También entonces había un “Nosotros vs. los Otros”.
Es interesante. En el atentado a las Twin Towers era la primera vez que el corazón de Occidente era atacado por el Otro; el Otro islámico, en el sentido clásico geopolítico del “clash of civilizations”, el choque de las culturas. Pero tardamos en reconocer que ese Otro estaba en realidad en el interior de nosotros mismos, en el interior de nuestras sociedades. La presencia del Otro es un acontecimiento que está en la propia constitución del sujeto occidental. No solamente desde la globalización sino a partir de la modernidad misma. La confrontación con el Otro es constitutiva de lo moderno.
Es difícil entender que nos enfrentamos a un enemigo que nosotros mismos hemos creado ...
La interpretación norteamericana de la modernidad global fue una interpretación geopolítica identitaria. Tuvo una debacle, un derrumbe con el atentado contra las Twin Towers. Ahora entendemos más claramente que tenemos a ese Otro que nos amenaza en el interior de lo que ha sido lo que entendimos como “civilización occidental” y eso es lo que aparece en Oslo a través de una reacción como la que estamos analizando: nadie puede negar que eso salió del propio seno de la sociedad noruega. Lo que quiero decir es que la globalización produce un efecto de ocultamiento de la identidad. Esa identidad removida (reprimida) en el sentido de Freud, retorna como identidad reificada. Es la paradoja del Orientalismo que planteó Edward Said, el gran escritor palestino. Si los occidentales niegan que haya un problema de identidad como identidad diferente, autónoma y no subalterna, de los otros, los otros producen una reacción en el sentido de una retorsión de su propia identidad, pero no como identidad problemática y plural sino como identidad fetichizada y deificada: “Nosotros somos orientales” o “nosotros somos islámicos y reivindicamos nuestra alteridad”.
¿Es esta misma crisis de identidad la que agita el descontento que se expresa en las calles de las ciudades europeas? Lo que vemos tiene una misma raíz; y es que la globalización del capital global, contrariamente a lo que pensaban en una paradójica convergencia los liberales y los marxistas del siglo XX, no produce sociedad. El capital global ganó, pero a un precio terrible. Y tiene la necesidad de ser compatible con formas y contextos socioculturales diferenciados. El capital global tiene una victoria como forma -el mercado global-, pero la sociedad capital comunista de Estado china no es la misma que la sociedad capitalista competitiva e individualista norteamericana. O la sociedad capitalista de la India, de Europa, de Brasil o Argentina. Es decir, las sociedades son diferentes y no son variables dependientes del dominio o la hegemonía del capital global. Porque, insisto, el mercado capitalista global no produce sociedad, no tiene una potencia simbólica. Contrariamente a lo que pensaba Marx, las relaciones de producción no determinan de manera automática las relaciones sociales: éstas son mediadas por las formas simbólicas de las culturas.
¿Los Estados nacionales han dejado de contener esas formas simbólicas a las que alude? Esa es la cuestión. Vivimos tiempos pos-hobbesianos, más allá de la perspectiva del Leviatán, del Estado nacional. Lo que lleva a que las soluciones deban ser planteadas en el sentido de una política pos, o supra, o transnacional.
Suena algo utópico ...
Al contrario, es una perspectiva realista, radicada en la dinámica histórica profunda: la forma auténticamente democrática del gobierno del conflicto es la que en el espacio del gran Mediterráneo latino hemos desarrollado con la idea de civitas (ciudad); un espacio del derecho y de la política que tiene la potencialidad de implicar en sí mismo una pluralidad de diferencias, naciones, gentes, confesiones religiosas. Pero para lograrlo es preciso atenerse a un doble imperativo: reencantar la política y desmitificar la identidad.







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