viernes, 31 de diciembre de 2010

La máquina de pensar en Gladys

por Mario Levrero

Antes de acostarme hice la diara recorrida por la casa, para controlar que todo estuviera en orden; la ventana del baño chico, al fondo, estaba abierta -para que durante la noche se secara la camisa de poliéster que me pondría al día siguiente-; cerré la puerta (para evitar corrientes de aire); en la cocina, la canilla de la pileta goteaba y la apreté, la ventana estaba abierta y la deje así -cerrando la persina-; la lata de la basura ya había sido sacada afuera, las tres llaves de la cocina eléctrica estaban en cero, la perilla de control de la heladera marcaba 3 (refrigeración suave) y la botella empezada de agua mineral tenía puesto el tapón hermético, de plástico; en el comedor, el gran reloj tenía cuerda para algunos días más y la mesa había sido levantada; en la biblioteca debí apagar el amplificador, que alguien había dejado encendido, pero el tocadisco se había apagado en forma automática; el cenicero del sillón había sido vaciado; la máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía el suave ronroneo habitual; la ventanita alta que da al pozo de aire estaba abierta, y el humo de los cigarrillos del día escapaba, lentamente, por ella; cerré la puerta; en el living hallé una colilla en el suelo; la deposité en el cenicero de pie, que la sirvienta se ocupa de vaciar por las mañanas; en mi dormitorio le di cuerda al despertador , comprobando que la hora que indicaba coincidía con la del reloj pulsera de mi muñeca, y lo puse para que sonara media hora más tarde a la mañana siguiente (porque había decidido suprimir el baño; me sentía un poco resfriado); me acosté  y apagué la luz.
Por la madrugada desperté inquieto, un ruido desacostumbrado me había producido un sobresalto; me oville en la cama y me cubrí con las almohadas y me puse las manos en la nuca y esperé el final de todo aquello con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando.

de La máquina de pensar en Gladys, Irrupciones Grupo Editor, 2010, Montevideo. (1970, primera edición)

miércoles, 29 de diciembre de 2010

La máquina del tiempo

Acaso sea el reloj la máquina que mejor define el espíritu del capitalismo industrial de principios del siglo XX.  Su origen se encuentra en los monasterios de la edad media donde se valorizaba la disciplina y el  trabajo. Christian Ferrer afirma que los monjes benedictinos "ayudaron a dar a la empresa humana el latido y el ritmo regulares y colectivos de la máquina". Cuando las ciudades comenzaron a crecer y a exigir rutinas precisas y sincronizadas, el reloj ocupó un lugar central: "puntualidad" y "pérdida de tiempo" comenzaron a formar parte del lenguaje cotidiano. Finalmente, en el siglo XVI aparece  el reloj doméstico. Para asegurar el éxito de éste proceso el cuerpo humano debió adaptarse - a través a una serie de operaciones- a los  tiempos de la sociedad capitalista.
En 1907 Joseph Conrad publica un relato cuyo tema es la función del tiempo en la sociedad moderna. En efecto, El agente secreto  narra la historia de un atentado anarquista al Observatorio de Greenwich, en Inglaterra, el lugar  donde se organiza el tiempo en husos horarios que permiten la sincronización mundial de las tareas humanas al servicio del capitalismo industrial.
Noventa y siete años después  W.G. Sebald, en las primeras páginas de Austerlitz, describe la estación de trenes de Amberes como una de las catedrales del capitalismo. Dice: (...) Y entre todos los esos símbolos, dijo Austerlitz, en el lugar más alto estaba el tiempo, representado por aguja y esfera. El reloj, a unos veinte metros sobre la escalera en cruz que unía el vestíbulo con los andenes, único elemento barroco de todo el conjunto, se encontraba exactamente donde, en el Panteón, como prolongación directa del portal, podía verse el retrato del emperador; en su calidad de gobernador de la nueva omnipotencia, estaba situado aun más alto que el escudo del Rey y el lema Eendracht maaky macht. Desde el punto central que ocupaba el mecanismo del reloj en la estación de Amberes se podía vigilar los movimientos de todos los viajeros y, a la inversa, todos los viajeros debían levantar la vista hacia el reloj y ajustar sus actividades por él. De hecho, dijo Austerlitz, hasta que sincronizaron los horarios del ferrocarril, los relojes de Lille o Lieja no iban de acuerdo con los de Gante o Amberes, y sólo desde su armonización hacia mediados del XIX reinó el tiempo en el mundo de una forma indiscutida".
El relato de Conrad y el fragmento de Sebald trazan los extremos de un arco que delimita  la sociedad industrial del XIX y primera mitad del  XX.  El agente secreto participa de la potencia de una sociedad que expande sus límites y a la vez las conspiraciones  y sabotajes para destruirla. Austerlitz, en el otro extremo del arco, se pasea por la estación central de Amberes -inaugurada en 1905- como si fuesen  restos de una civilización pretérita.
Es que en  la nueva etapa capitalista que se inició en la segunda mitad del siglo XX - a la que Deleuze denominó sociedades de control- la función del reloj  se internalizó y se desplazó. Cuerpo y tiempo forman parte de un continuum sútil y ondulante. Por caso, la mutación del trabajo con los empleos a domicilio desdibuja la frontera entre trabajo y tiempo libre. Se derumban, en este sentido, las viejas barreras de la sociedad disciplinaria. Nada se termina nunca. Control  y comunicación definen el nuevo orden social.
Esta metamorfosis del capitalismo fue profetizada por Williams Burroughs. En El almuerzo desnudo, el Dr. Benway, contratado como asesor de la República de Anexia, pone en marcha el programa DT (desmoralización total). Y como primera medida suprime los campos de concentración, las detenciones en masa y la tortura. "Deploro la brutalidad.  No es eficiente(...)El sujeto no debe entender  que el maltrato es  un ataque deliberado de cierto enemigo antihumano contra su identidad personal. Debe sentir que merece cualquier tratamiento que reciba, porque en él hay algo (nunca se específica  qué exactamente)horriblemente desviado. La desnuda necesidad de los adictos bajo control debe ser cubierta decentemente por  una burocracia arbitraria e intrincada, de modo que el sujeto no pueda establecer contacto directo con su enemigo". En Nova Express, por su parte,  se lee: “El enemigo sólo existe donde no hay vida y siempre actúa para llevar la vida a situaciones extremas e insostenibles". Y pregunta:" ¿Qué miedo los ha hecho refugiarse en el tiempo? ¿En el cuerpo? ¿En la mierda? Lo diré: la palabra".
Para Burroughs el lenguaje es un eficaz dispositivo de control. Para combatirlo opone el silencio. O mejor, la literatura como antídoto contra la  comunicación mediática-estatal.
Si Kafka es el teórico más importante del estado burocrático, Burroughs lo es de las sociedades de control.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Sobre Suave es la noche

Enrique Vila-Matas

(...) Ese encanto estilístico especial lo hallamos sin cesar en Suave es la noche, que, cuando apareció, en 1934, no pudo hacerlo en peor momento, pues a la depresión económica que perjudicaba mucho la venta de libros había que añadir que la novela de Scott Fitzgerald no era precisamente confortable: hablaba del deterioro, de la desintegración de un hombre, y era una dura anatomía del desastre, documentada con terrorífica exactitud los detalles del vertiginoso descenso del doctor Dick Diver, psiquiatra que funcionaba con dos ideas opuestas en la mente, escindido entre el amor por su esposa Nicole, la millonaria esquizofrénica, y la juventud de Rosemary, a la que quiere menos pero por la que también se siente atraído.
Ese idilio con Rosemary-el presente pavoroso de un pasado que podía haber existido-señala el comienzo del desmoronamiento del entrañable Dick Diver, que, al luchar por restablecer la salud mental de Nicole, lucha también por evitar que se derrumbe todo lo demás, es decir, su frágil mundo propio. Lucha, pero no lo logra; más bien acaba hundido del todo, acaba en un trágico hundimiento que el autor explica-al igual que posteriormente lo hizo de su propio desmoronamiento-diciendo que se trata de una derrota emocional. La caída de Dick es lo que mantiene la atención del lector y, al final de la novela, cuando esa caída se agudiza, encontraremos páginas inolvidables.
Como el héroe al final de una película sobre un hombre solitario, la figura del doctor Diver se pierde en la distancia. Y la novela termina con pasajes de la vida mediocre de Dick, médico ahora en una remota pequeña ciudad de Estados Unidos. Está claro que Suave es la noche refleja los problemas personales que fueron hundiendo a su autor a lo largo de los ocho años que tardó en escribirla.
Para colmo de desgracias, cuando el libro apareció, tuvo una acogida indiferente; los lectores se habían olvidado del mundo rutilante de los años veinte, o mejor dicho, ,se encontraron en una época diametralmente opuesta en el aspecto social, y además creyeron que volvía el escritor de las burbujas y el charlestón cuando éste, lejos de los años felices, lo que había escrito era la desoladora crónica del final de una época".

Extraído de Anatomía del desastre, en Y Pasavento ya no estaba, Mansalva, Buenos Aires, 2008.

viernes, 3 de diciembre de 2010

LIteratura y medios

Marshall McLuhan

Alrededor de 1830 Lamartine pronosticó que el periódico marcaría el fin de la cultura libresca: el libro llega demasido tarde.
Al mismo tiempo Dickens utilizó la prensa periódica como base para un nuevo arte impresionista, que D.W. Griffiths y Serge Eisenstein estudiaron en 1920 como fundamento del arte cinematográfico.
Robert Browning tomó el periódico como modelo artístico para su epopeya impresionista The Ring and the Book. Lo mismo hizo Mallarmé en Un Coup de Dés.
Edgar Poe, periodista y, como Shelley, ficcionero científico, analizó correctamente el proceso poético. Las condiciones de publicación en los periódicos de novelas seriadas lo condujeron tanto a él como a Dickens al proceso de escribir al revés: esto significa simultaneidad de todas las partes de una composición. La simultaneidad impone un profundo análisis del efecto de lo hecho. El artista empieza con el efecto. La simultaneidad es la forma que adopta la prensa para entenderse con la Ciudad Terrena. Es también la fórmula que se emplea para escribir el poema simbolista y la novela policial. Estos son derivativos (uno "alto" y uno "bajo") de la nueva cultura tecnológica.
El Ulises de Joyce completó el ciclo de esta forma de arte tecnológica.

Extraido de Contraexplosión, Paidos, Buenos Aires, 1969.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Arreola

Los cuentos del mexicano Juan José Arreola son "invenciones" como él mismo lo ha señalado. En  El guardagujas  (Confabulario,1952) se percibe un cierto tono kafkiano. Su final, sin embargo, lo acerca a esa zona espectral de la literatura  latinoamericana donde merodean, entre otros, La ciudad del uruguayo Levrero y Pedro Páramo de su compatriota Rulfo.


El Guardagujas

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
-En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.